Lo que en 2015 surgió como una curiosidad por descubrir mis conexiones con el continente africano, a día de hoy se ha convertido en el motor de mi vida. Hace 10 años hice mi primer viaje a África.
Hoy reflexiono sobre la importancia de las personas que comparten mi camino o que dejaron de hacerlo; de las acciones que aparentemente no tienen sentido, pero que se toman desde el corazón; o de ese mismo deseo que pido cuando soplo las velas de mi cumpleaños (felicidad).
Para contaros cómo surge mi tercera aventura en Uganda y Kenia en el verano de 2024, primero tengo que situaros. A finales de 2023 decidí darle una vuelta a mi vida y a mi profesión, una vez más. Después de un año lleno de decepciones personales, me sentí bastante sola y comprendí que mi vida ya no estaba en Valencia, tras 11 largos años allí. Quizá me costaba aceptar que los vínculos que antes existían, con el tiempo, se desvanecen o se transforman; que las personas son cada vez más egoístas, o que dedicarse a la danza sin un apoyo económico sólido parecía un acto de locura en lugar de valentía. Después de varios golpes y meses en terapia, decidí que era el momento de dejarme cuidar, de quitarme esa capa de superheroína que dice: “Sandra, puedes con todo”. Pues no, ni puedo con todo ni quiero, y necesito personas a mi lado que cuiden de mí.
Decidí dejarme ayudar, sobre todo económica y emocionalmente, cuestión que me ha costado más de una lágrima. ¿En qué momento aceptamos como algo negativo la ayuda que otras personas nos brindan? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda? Ahora mismo lo veo como un regalo a mis esfuerzos y agradezco profundamente esa ayuda.
Empecé de cero a los 33 años recién cumplidos, en otra ciudad, lejos de nuevo de mi casa y con un propósito muy claro: sostenerme con mis propios proyectos de danza y apoyarme en la persona que ahora camina a mi lado. Y, ¿por qué no?, mostrarle a mi madre y a mi familia la persona en la que me estoy convirtiendo.
Por eso decidí crear mi propia asociación cultural llamada Cuerpo en Acción. Jamás imaginé que emprender me llevaría a lugares tan bonitos, ni a una búsqueda personal y profesional tan profunda. En mí se generó una revolución y un acto de lucha. Como no me gustan las cosas fáciles, decidí remar a contracorriente y no crear una empresa, sino una organización cultural. Que nadie se equivoque: uno de los objetivos es sostenerme económicamente, tener un salario digno y poder destinar los beneficios generados a acciones sociales para que el mayor número posible de personas se beneficie de algo tan maravilloso como bailar. Así, eliminar prejuicios sobre la frase “vivir por amor al arte” y demostrar que es posible tener una profesión remunerada desde la pasión y la vocación.
¿Cómo lo hice? Me lancé a un programa para emprendedores organizado por la federación de empresarios, en el cual llegué a la final de un concurso gracias al apoyo de mis compañeros y compañeras.
Lo que pretendía con esa formación era mostrar que los proyectos sociales y artísticos tienen posibilidades infinitas y poco valoradas, pero sentí que mis ideales se dejaban de lado en favor de visiones más tradicionales sobre cómo ganar dinero. Aunque valoré las iniciativas propuestas, que resultaron interesantes y útiles, estas no reflejaban lo que realmente me movía: las personas.
Puse en práctica algunas de estas ideas y creé un servicio innovador de team building para empresas, destinado a potenciar habilidades blandas como la escucha, la adaptabilidad, la iniciativa y la negociación, promoviendo una interacción diferente y divertida entre compañeros de trabajo mediante el aprendizaje corporal.
Con el paso de los meses, empecé a tener más reuniones, a conocer el tejido asociativo y comunitario de la ciudad, y a acercarme a organismos tanto públicos como privados. Este proceso fue muy enriquecedor, primero porque las personas me dedicaban tiempo y escucha (habilidades cada vez más difíciles de encontrar), y segundo porque mi proyecto generaba curiosidad. Sin embargo, tengo que informaros que, de dinero, nada de nada.
Como soy una persona muy inquieta, decidí probar y probarme con colectivos diversos: personas con discapacidad, mujeres, niños, empresas, y hasta eventos de danza y gastronomía. Experimentar me ayudó a descubrir dónde encajo y dónde no, aunque eso casi me deja sin gasolina. Fue en ese momento, un poco perdida, cuando encontré a Aprofem, una organización que acompaña a emprendedores en el ámbito social y que ha arrojado luz en todo este camino (os lo contaré en la próxima newsletter).
Una de mis primeras investigaciones en Albacete fue acercarme a organizaciones que trabajaran en Uganda, Kenia o Tanzania para conocer sus proyectos. Estaba en un momento de curiosidad y búsqueda, así que necesitaba investigar otros lugares diferentes para seguir aportando y aprendiendo. Quizá necesitaba salir de mi zona de confort.
Llené mi agenda como hacía años atrás, organizando un plan de 3 semanas en cada lugar: primero con la ONG Kelele África (mi tercer año con ellos), luego con la ONG Rafiki Africa, y después unas semanas con la organización Soul-Xpressions y su maravilloso trabajo artístico en la capital. De ahí, cambiaría de país (Kenia) para estar con la ONG Kipekee y luego regresar a España. Ahora que lo leo, parece una locura, pero en ese momento era lo que necesitaba. Sin embargo, os adelanto el resumen: finalmente cancelé todos los planes y me quedé dos meses en Kimya.
2024 fue un año de cambios, mi trabajo con Kelele África fue muy fácil y organizado (incluso con un horario establecido). Al llegar allí, sentí que volvía a casa. Y no pude tener mejor recibimiento que pasar el fin de semana en Fort Portal con mi amigo Rafa, ponernos al día y compartir momentos únicos de nuestras aventuras en Uganda un año más.
Con mi propósito claro, como os conté en la newsletter anterior, quería que no solo el alumnado de Kumwenya se beneficiara de este proyecto, sino también los colegios públicos de la zona. Así fue como el Kasenda Primary School me abrió las puertas y pude dar clases al grupo de 5º y 6º de primaria una vez por semana. El primer día fue un desastre: perdí mi equipaje y tuve que dar la clase con la música del móvil frente a casi 100 niños y niñas. ¿Os lo podéis imaginar? Entre hacer una propuesta nueva y apenas poder escuchar la música, tuve que improvisar mucho, pero con las semanas todo fue avanzando estupendamente.
Como las clases eran opcionales, poco a poco se fueron quedando las personas más interesadas, y terminé con un grupo de alrededor de 30-40. Sin embargo, el espacio donde impartíamos las clases era el único lugar donde había sombra, lo que significaba que había otras personas observando y comentando la actividad. El ruido y el polvo llegaron a ser agobiantes en alguna ocasión.
Cuando estaba terminando mi etapa en Kimya, contacté con la siguiente organización de Uganda que tenía en mi plan. Su proyecto educativo era similar, pero tras varios malentendidos y comprobar que mi estancia allí no estaba bien organizada y que no entendían mi propuesta, decidí cancelarla, al igual que con la otra organización. Los altos costes de estar en la capital y la falta de información me hicieron desistir.
Es curioso, porque mi impulso mental desde España fue organizar muchas cosas diferentes en lugares variados para salir de mi zona de confort, pero lo único que realmente quería, desde el corazón, era estar en mi segunda casa: Kelele, disfrutando con el alumnado, la familia y los amigos que ya tengo allí. Así ocurrió, y viví momentos muy bonitos. Uno de los más significativos, aunque para alguien podría parecer insignificante, fue que en el pueblo los niños me llamaban Sandra o Omushana (mi nombre en ugandés, que significa "sol"), en lugar de "muzungu" (blanca). Ese detalle generó en mí un sentimiento de pertenencia y un vínculo difícil de describir, pero profundamente maravilloso.
De ahí, volé a Kenia para trabajar en los barrios periféricos de Nairobi, una capital de 4,5 millones de habitantes. Fue un choque tremendo después de venir de una zona rural con no más de 1.000 personas. Empecé a ver coches, polución, desigualdades aún más marcadas, olores desconocidos para mí, industria y construcción. La organización que nos acogía era una congregación religiosa católica, y estar allí fue muy duro los primeros días. Me sentí en duelo por haber dejado Kimya, descolocada y con pocas ganas de volver a luchar para organizar mis clases.
Sin embargo, aprendí una lección importante: sin iniciativa no se llega a ningún lado. Pero para alguien con un carácter tímido como el mío, dar ese paso supone mucho gasto de energía y malestar a veces, pero es necesario. Por suerte, nos organizaron las clases rápidamente. Aunque hubo malentendidos por el idioma y a mi primera clase acudieron 300 niños. Sí, ¡300! Tuve que impartir la clase dividiendo a los grupos de 100 en 100 y seguir adelante como pude. En el siguiente vídeo podéis ver el grupo de los más peques.
En otro colegio la propuesta fue diferente y el director me asignó un grupo de danza contemporánea con 27 estudiantes, lo cual fue un verdadero placer.
a terminar, quiero deciros que este verano he trabajado con más de 600 niños y niñas de entre 3 y 15 años, y ha sido una experiencia tremendamente impresionante.
Una vez más, gracias por leerme, por acoger con cariño mis palabras y por permitirme volcar mi corazón y mis sentimientos a través de esta pantalla.
Sandra
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